lunes, 23 de abril de 2012



         Es  importante que conozcan este documento que me envió  mi estimado amigo Octavio Augusto Navarrete Gorjon, en el que hace una muy atinada reseña de lo que fue este señor en su paso por Guerrero en épocas de la guerra sucia. 






      Acosta Chaparro, morir en la ignominia
                Octavio Augusto Navarrete Gorjón
                                                       I
   Mario Arturo Acosta Chaparro Escapite atraviesa la historia guerrerense como una maldición.  No puede invocarse el lugar común: que dejó una estela de sangre, de viudas y de huérfanos.  No, no puede decirse sangre porque no sabemos cómo murieron los hombres y mujeres que él desapareció; tal vez por bala, por filo, por soga, por fuego o por agua dulce o salada.  Sólo sabemos que se los llevaron y que no regresaron.  Él abolió los velorios y, en todo caso, la estela que deja a su paso es un dolor tan permanente como intangible, una herida que no cierra y que en lugar de fluidos, supura más dolor e incertidumbre. 
   Llegó a Guerrero en 1974 como parte de una compañía de fusileros paracaidistas.  Nunca combatió a la guerrilla en el campo de batalla; él y el teniente coronel Quiroz Hermosillo se encargaron del trabajo de inteligencia.  En Acapulco recibían a las víctimas de la delación y allí los torturaban hasta dejarlos prácticamente despedazados.  De esas cámaras de tortura salían los “paquetes” (así les llamaban a los seres humanos destrozados por la tortura); iban a alguna de dos partes: a los hornos crematorios del Campo Militar Número Uno o a la base aérea militar de Pie de la Cuesta, donde el ingenioso Acosta Chaparro diseñó el método de la foto del adiós: una banca frente al hangar, un detenido vendado sentado en ella, un costal con piedras y el disparo en la nuca de una pequeña pistola calibre .25.   Después, el océano Pacífico como destino.
                                                           II

   Él no rescató al senador Rubén Figueroa; lo hizo el mayor Elías Alcaraz, al mando del agrupamiento Vicente.  Acosta Chaparro se adjudicó la hazaña porque en efecto, fue el encargado de identificar y recibir el cuerpo del guerrillero ya bañado, peinado y limpio de sangre.  Al militar no le gustaba el protagonismo, sospechaba que algún día se conocería la verdad y prefería actuar en la ascética posición del investigador imparcial.  Por esa inclinación al bajo perfil, cuando el agente del ministerio público pregunta quién se llevará el cuerpo del combatiente para darle cristiana sepultura el capitán se identifica: Arturo Escapite, el segundo nombre y el segundo apellido del hombre habilitado por la superioridad como viuda de Lucio Cabañas. 
                                                        III
   Cuando asume el poder estatal Rubén Figueroa Figueroa el mayor Acosta le vende la idea (en parte cierta) que varios reductos guerrilleros se reorganizaban en Acapulco y otras ciudades.  Entonces el terror que conoció el mundo rural de la costa grande se trasladó a varias ciudades guerrerenses.  Cambiaron los métodos, ya no había vuelos de la muerte; a los detenidos se les hacía tragar gasolina mediante un embudo y después eran fusilados con balas incendiarias, arrojando una bocanada de dos metros de lumbre, que celebraba con una carcajada el inventor del método: Francisco Quiroz Hermosillo.  Los altos mandos del ejército comenzaron a preocuparse por el hecho de que muy seguido aparecían muertos por el rumbo de Pie de la Cuesta o por Copacabana, que tenían como característica distintiva que estaban quemados de la cara y baleados.  Se hizo la investigación y dejaron de aparecer los “dragones de Hermosillo”, que es el nombre con el que se conoció en la milicia a los martirizados.
   La realidad política era otra, la inmensa mayoría de sacrificados ya no estaba en la lógica de las armas, sino inmersos en procesos de legalización y amnistía.  Acosta lo sabía, pero lo ignoró para mantener su puesto y el terror sobre el pueblo guerrerense.  Fue tal el grado de bajeza que adoptó la represión que los judiciales al mando del militar comenzaron a flaquear; pedían la libertad de un familiar o un vecino que sabían inocente y se aflojó la disciplina represora.  Entonces el siempre ingenioso militar trajo de Chihuahua, su tierra natal, a un grupo de hermanos retirados de la milicia y amigos suyo:  los Tarín.  Con los Tarines (así los conoció la gente) se acabaron las conmiseraciones; no tenían amigos, ni compadres, ni vecinos, ni compañeros de generación.  La violencia institucional se convirtió en una orgía de sangre; ya no eran guerrilleros ciertos o supuestos, sino rivales en comercio, en profesión, en amores, a los que se perseguía, se secuestraba y se asesinaban o se les desterraba del estado.  En ese tiempo los abogados no litigaron, sabían de una injusticia y buscaban entre los Tarines quién tenía al secuestrado o detenido.  El estado de derecho y las garantías individuales fueron anulados de facto por el hombre que debería ser vergüenza del ejército mexicano.
                                                          IV
   Larga vida tuvo el centurión al servicio de la represión contra su pueblo; estuvo en el batallón Olimpia el 2 de octubre de 1968; antes, en 1967,  es el teniente que acompaña en su vuelo en helicóptero al líder campesino duranguense Álvaro Ríos, que estuvo vinculado al intento de asalto al cuartel de Ciudad Madera dos años antes; después, es el general A2 que sobrevuela el vado de Aguas Blancas el 28 de junio de 1995.  Después se vio envuelto en infinidad de problemas que lo vincularon a varios cárteles mexicanos y por último fue (¿Quién más?) el hombre que seleccionó Felipe Calderón para dialogar con los capos de la droga (no los pueden agarrar, pero con todos dialogan, qué barbaridad).
   La estancia guerrerense del Centurión debe contextualizarse.  Fue en los tiempos de la doctrina de Seguridad Nacional exportada por el gobierno de Estados Unidos a los regímenes latinoamericanos.  Acosta Chaparro tiene el escaso mérito de ser precursor de los “vuelos de la muerte”, que después seguirían al pie de la letra las dictaduras sudamericanas.  Menos mal que los militares argentinos lanzaban a sus opositores en el Atlántico sur, muy cerca de las islas Malvinas; en esas aguas heladas ningún ser humano puede sobrevivir una inmersión de treinta segundos. 
   Cuando llegó a Guerrero Acosta Chaparro venía de Fort Bragg, de la institución militar conocida como Escuela de las Américas.  Allí les enseñan tácticas antiguerrilleras y torturas.  No sabemos por qué el centurión escogió la opción más deleznable, la que lo marca para siempre como un sujeto cruel y sin escrúpulos.  En el combate frontal a la guerrilla no estuvo, como sí estuvieron el teniente coronel Casani Mariña (responsable del 27 batallón de Atoyac), el mayor Elías Alcaraz, que rescató al senador Figueroa, el general López Ortiz, el general Enrique Cervantes Aguirre, el general Ramírez Garrido Abreu y el general Lasso de la Vega, el único que pudo emboscar a Lucio Cabañas en la sierra de Tecpan, aunque con un resultado desastroso: el grupo de Cabañas, formado por doce combatientes le hizo 17 bajas, quince de los caídos recibieron impactos por la espalda, lo que le valió una reprimenda del general Eliseo Jiménez Ruíz: “Antier perdió usted doce hombres en una emboscada y ahora que ustedes los emboscan le causan 17 bajas, la mayoría de soldados heridos por la espalda”.  El general Lasso de la Vega dijo a modo de disculpa: “es que mi tropa no sabía a cuántos guerrilleros enfrentaba”.  Lo que en realidad ocurrió es que Lucio Cabañas, como siempre, guardó compostura y ordenó evadir con orden la emboscada, sin disparar; cuando el contingente guerrillero estaba dividido en tres los soldados quedaron en el centro de la emboscada, Lucio ordenó disparar y salieron corriendo por todas partes.  Cabañas y su pequeño ejército de campesinos salió indemne de ese enfrentamiento, pero su contingente quedó partido en tres o cuatro partes y nunca volvieron a juntarse. 
  Mientras otros militares enfrentaban al ejército campesino en el campo de batalla, Acosta Chaparro se la pasaba en una residencia del fraccionamiento las Brisas, con algunos familiares del senador Figueroa.  De vez en cuando subía a la sierra en un Jeep, generalmente por el rumbo de Coyuca de Benítez, disfrazado de deportista; jugaba basquetbol con los lugareños, repartía dulces, hacía preguntas y se hacía llamar doctor Wama (en ese tiempo usaba el pelo largo).  Él pensaba que engañaba a la gente, pero cuando lo veíamos pasar todos decíamos: "allá va el oreja a espiar, el pendejo cree que los pendejos somos nosotros”.
                                                 V

    La muerte del centurión es un hecho lamentable.  No sólo por su calidad de ser humano (aunque en ese ser humano se acumularan insanas pasiones e infinitas crueldades).  Es lamentable porque era un personaje que conocía muchos detalles de algo que la sociedad guerrerense y mexicana necesita esclarecer.  Desde hace tiempo tengo la impresión de que Acosta Chaparro ya quería hablar de esos temas.  Él siempre se concibió como un investigador político, no como un represor; en ese talante entregó información muy valiosa a varios escritores e investigadores.  En Los Informes Secretos, Carlos Montemayor relata una cena en el comedor de Banca Cremi donde el Objetivo (o sea, Montemayor) recibe una información.  Era una reunión de chihuahuenses; Acosta Chaparro, como Montemayor, era de Chihuahua.   
   En una ocasión, en 1976, estando como jefe de todas las policías de Guerrero, sorprendió al periodista Anituy Rebolledo leyendo Tomóchic, la célebre novela de Heriberto Frías que habla del levantamiento rarámuri contra el gobierno; levantamiento que, igual que el de Lucio Cabañas, fue aplastado con crueldad por el ejército federal.  Heriberto Frías participó en la represión que prácticamente desapareció al pueblo y sus habitantes; el hecho lo marcó tan hondamente que escribió la novela y la publicó por partes con un seudónimo en 1895.  Cuando el ejército se enteró que era Frías el que había escrito el documento lo degradó y lo sometió a consejo de guerra.  Fue mucho tiempo después, en 1906, que la novela pudo publicarse completa. 
   Cuando Acosta Chaparro miró lo que estaba leyendo el periodista se apresuró a decirle que había sido una cruel injusticia contra un pueblo de indígenas y que uno de los protagonistas (que llevaba los apellidos del entonces mayor) era su abuelo.  Acosta quiso escribir su experiencia como centurión y sus afanes dieron como resultado un mamotreto que se llama Movimientos Subversivos en México, que se publicó en 1990.  El libro es un compendio de organizaciones guerrilleras y sus militantes; está plagado de errores, dice que algunos muertos viven y da por muertos a otros ciudadanos que gozan de cabal salud.
   Con el peso de su edad y el peso moral de aparecer como un represor inhumano, es de creerse que Acosta estaba a punto de revelar datos que sólo el conocía; de las represiones en las que participó y de las negociaciones de Felipe Calderón con los cárteles a quienes dice combatir.  Su muerte por hierro desaparece de un solo golpe la posibilidad de que pudiera comparecer en un juicio por desaparición forzada de personas.  Visto desde otro punto de vista, su inmolación pudiera facilitar las investigaciones de la recién creada Comisión de la Verdad.  Con él se va el principal y uno de los pocos sobrevivientes de la infame represión de los 70’.  Finalmente, el objetivo de las comisiones de la verdad es la reconciliación y no la venganza.
CORREO CHUAN
  

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