Es importante que conozcan este documento que me envió mi estimado amigo Octavio Augusto Navarrete Gorjon, en el que hace una muy atinada reseña de lo que fue este señor en su paso por Guerrero en épocas de la guerra sucia.
Acosta Chaparro, morir en la
ignominia
Octavio Augusto Navarrete
Gorjón
I
Mario
Arturo Acosta Chaparro Escapite atraviesa la historia guerrerense como una
maldición. No puede invocarse el lugar
común: que dejó una estela de sangre, de viudas y de huérfanos. No, no puede decirse sangre porque no sabemos
cómo murieron los hombres y mujeres que él desapareció; tal vez por bala, por
filo, por soga, por fuego o por agua dulce o salada. Sólo sabemos que se los llevaron y que no
regresaron. Él abolió los velorios y, en
todo caso, la estela que deja a su paso es un dolor tan permanente como
intangible, una herida que no cierra y que en lugar de fluidos, supura más
dolor e incertidumbre.
Llegó a Guerrero en 1974 como parte de una
compañía de fusileros paracaidistas.
Nunca combatió a la guerrilla en el campo de batalla; él y el teniente
coronel Quiroz Hermosillo se encargaron del trabajo de inteligencia. En Acapulco recibían a las víctimas de la
delación y allí los torturaban hasta dejarlos prácticamente despedazados. De esas cámaras de tortura salían los
“paquetes” (así les llamaban a los seres humanos destrozados por la tortura);
iban a alguna de dos partes: a los hornos crematorios del Campo Militar Número
Uno o a la base aérea militar de Pie de la Cuesta, donde el ingenioso Acosta
Chaparro diseñó el método de la foto del adiós: una banca frente al hangar, un
detenido vendado sentado en ella, un costal con piedras y el disparo en la nuca
de una pequeña pistola calibre .25.
Después, el océano Pacífico como destino.
II
Él no rescató al senador Rubén Figueroa; lo
hizo el mayor Elías Alcaraz, al mando del agrupamiento Vicente. Acosta Chaparro se adjudicó la hazaña porque
en efecto, fue el encargado de identificar y recibir el cuerpo del guerrillero
ya bañado, peinado y limpio de sangre.
Al militar no le gustaba el protagonismo, sospechaba que algún día se
conocería la verdad y prefería actuar en la ascética posición del investigador
imparcial. Por esa inclinación al bajo
perfil, cuando el agente del ministerio público pregunta quién se llevará el
cuerpo del combatiente para darle cristiana sepultura el capitán se identifica:
Arturo Escapite, el segundo nombre y el segundo apellido del hombre habilitado
por la superioridad como viuda de Lucio Cabañas.
III
Cuando asume el poder estatal Rubén Figueroa
Figueroa el mayor Acosta le vende la idea (en parte cierta) que varios reductos
guerrilleros se reorganizaban en Acapulco y otras ciudades. Entonces el terror que conoció el mundo rural
de la costa grande se trasladó a varias ciudades guerrerenses. Cambiaron los métodos, ya no había vuelos de
la muerte; a los detenidos se les hacía tragar gasolina mediante un embudo y
después eran fusilados con balas incendiarias, arrojando una bocanada de dos
metros de lumbre, que celebraba con una carcajada el inventor del método:
Francisco Quiroz Hermosillo. Los altos
mandos del ejército comenzaron a preocuparse por el hecho de que muy seguido
aparecían muertos por el rumbo de Pie de la Cuesta o por Copacabana, que tenían
como característica distintiva que estaban quemados de la cara y baleados. Se hizo la investigación y dejaron de
aparecer los “dragones de Hermosillo”, que es el nombre con el que se conoció
en la milicia a los martirizados.
La realidad política era otra, la inmensa
mayoría de sacrificados ya no estaba en la lógica de las armas, sino inmersos
en procesos de legalización y amnistía.
Acosta lo sabía, pero lo ignoró para mantener su puesto y el terror
sobre el pueblo guerrerense. Fue tal el
grado de bajeza que adoptó la represión que los judiciales al mando del militar
comenzaron a flaquear; pedían la libertad de un familiar o un vecino que sabían
inocente y se aflojó la disciplina represora.
Entonces el siempre ingenioso militar trajo de Chihuahua, su tierra natal,
a un grupo de hermanos retirados de la milicia y amigos suyo: los Tarín.
Con los Tarines (así los conoció la gente) se acabaron las
conmiseraciones; no tenían amigos, ni compadres, ni vecinos, ni compañeros de
generación. La violencia institucional se
convirtió en una orgía de sangre; ya no eran guerrilleros ciertos o supuestos,
sino rivales en comercio, en profesión, en amores, a los que se perseguía, se
secuestraba y se asesinaban o se les desterraba del estado. En ese tiempo los abogados no litigaron,
sabían de una injusticia y buscaban entre los Tarines quién tenía al
secuestrado o detenido. El estado de
derecho y las garantías individuales fueron anulados de facto por el hombre que
debería ser vergüenza del ejército mexicano.
IV
Larga vida tuvo el centurión al servicio de
la represión contra su pueblo; estuvo en el batallón Olimpia el 2 de octubre de
1968; antes, en 1967, es el teniente que
acompaña en su vuelo en helicóptero al líder campesino duranguense Álvaro Ríos,
que estuvo vinculado al intento de asalto al cuartel de Ciudad Madera dos años
antes; después, es el general A2 que sobrevuela el vado de Aguas Blancas el 28
de junio de 1995. Después se vio
envuelto en infinidad de problemas que lo vincularon a varios cárteles
mexicanos y por último fue (¿Quién más?) el hombre que seleccionó Felipe
Calderón para dialogar con los capos de la droga (no los pueden agarrar, pero
con todos dialogan, qué barbaridad).
La estancia guerrerense del Centurión debe
contextualizarse. Fue en los tiempos de
la doctrina de Seguridad Nacional exportada por el gobierno de Estados Unidos a
los regímenes latinoamericanos. Acosta
Chaparro tiene el escaso mérito de ser precursor de los “vuelos de la muerte”,
que después seguirían al pie de la letra las dictaduras sudamericanas. Menos mal que los militares argentinos
lanzaban a sus opositores en el Atlántico sur, muy cerca de las islas Malvinas;
en esas aguas heladas ningún ser humano puede sobrevivir una inmersión de
treinta segundos.
Cuando llegó a Guerrero Acosta Chaparro
venía de Fort Bragg, de la institución militar conocida como Escuela de las
Américas. Allí les enseñan tácticas antiguerrilleras
y torturas. No sabemos por qué el
centurión escogió la opción más deleznable, la que lo marca para siempre como
un sujeto cruel y sin escrúpulos. En el
combate frontal a la guerrilla no estuvo, como sí estuvieron el teniente
coronel Casani Mariña (responsable del 27 batallón de Atoyac), el mayor Elías
Alcaraz, que rescató al senador Figueroa, el general López Ortiz, el general
Enrique Cervantes Aguirre, el general Ramírez Garrido Abreu y el general Lasso
de la Vega, el único que pudo emboscar a Lucio Cabañas en la sierra de Tecpan,
aunque con un resultado desastroso: el grupo de Cabañas, formado por doce
combatientes le hizo 17 bajas, quince de los caídos recibieron impactos por la
espalda, lo que le valió una reprimenda del general Eliseo Jiménez Ruíz:
“Antier perdió usted doce hombres en una emboscada y ahora que ustedes los
emboscan le causan 17 bajas, la mayoría de soldados heridos por la
espalda”. El general Lasso de la Vega
dijo a modo de disculpa: “es que mi tropa no sabía a cuántos guerrilleros
enfrentaba”. Lo que en realidad ocurrió
es que Lucio Cabañas, como siempre, guardó compostura y ordenó evadir con orden
la emboscada, sin disparar; cuando el contingente guerrillero estaba dividido
en tres los soldados quedaron en el centro de la emboscada, Lucio ordenó
disparar y salieron corriendo por todas partes.
Cabañas y su pequeño ejército de campesinos salió indemne de ese
enfrentamiento, pero su contingente quedó partido en tres o cuatro partes y
nunca volvieron a juntarse.
Mientras otros militares enfrentaban al
ejército campesino en el campo de batalla, Acosta Chaparro se la pasaba en una
residencia del fraccionamiento las Brisas, con algunos familiares del senador
Figueroa. De vez en cuando subía a la
sierra en un Jeep, generalmente por el rumbo de Coyuca de Benítez, disfrazado
de deportista; jugaba basquetbol con los lugareños, repartía dulces, hacía
preguntas y se hacía llamar doctor Wama (en ese tiempo usaba el pelo largo). Él pensaba que engañaba a la gente, pero
cuando lo veíamos pasar todos decíamos: "allá va el oreja a espiar, el
pendejo cree que los pendejos somos nosotros”.
V
La muerte del centurión es un hecho
lamentable. No sólo por su calidad de
ser humano (aunque en ese ser humano se acumularan insanas pasiones e infinitas
crueldades). Es lamentable porque era un
personaje que conocía muchos detalles de algo que la sociedad guerrerense y
mexicana necesita esclarecer. Desde hace
tiempo tengo la impresión de que Acosta Chaparro ya quería hablar de esos
temas. Él siempre se concibió como un
investigador político, no como un represor; en ese talante entregó información
muy valiosa a varios escritores e investigadores. En Los Informes Secretos, Carlos Montemayor
relata una cena en el comedor de Banca Cremi donde el Objetivo (o sea,
Montemayor) recibe una información. Era
una reunión de chihuahuenses; Acosta Chaparro, como Montemayor, era de
Chihuahua.
En una ocasión, en 1976, estando como jefe
de todas las policías de Guerrero, sorprendió al periodista Anituy Rebolledo
leyendo Tomóchic, la célebre novela de Heriberto Frías que habla del
levantamiento rarámuri contra el gobierno; levantamiento que, igual que el de
Lucio Cabañas, fue aplastado con crueldad por el ejército federal. Heriberto Frías participó en la represión que
prácticamente desapareció al pueblo y sus habitantes; el hecho lo marcó tan
hondamente que escribió la novela y la publicó por partes con un seudónimo en
1895. Cuando el ejército se enteró que
era Frías el que había escrito el documento lo degradó y lo sometió a consejo
de guerra. Fue mucho tiempo después, en
1906, que la novela pudo publicarse completa.
Cuando Acosta Chaparro miró lo que estaba
leyendo el periodista se apresuró a decirle que había sido una cruel injusticia
contra un pueblo de indígenas y que uno de los protagonistas (que llevaba los
apellidos del entonces mayor) era su abuelo.
Acosta quiso escribir su experiencia como centurión y sus afanes dieron
como resultado un mamotreto que se llama Movimientos Subversivos en México, que
se publicó en 1990. El libro es un
compendio de organizaciones guerrilleras y sus militantes; está plagado de
errores, dice que algunos muertos viven y da por muertos a otros ciudadanos que
gozan de cabal salud.
Con el peso de su edad y el peso moral de
aparecer como un represor inhumano, es de creerse que Acosta estaba a punto de
revelar datos que sólo el conocía; de las represiones en las que participó y de
las negociaciones de Felipe Calderón con los cárteles a quienes dice combatir. Su muerte por hierro desaparece de un solo
golpe la posibilidad de que pudiera comparecer en un juicio por desaparición
forzada de personas. Visto desde otro
punto de vista, su inmolación pudiera facilitar las investigaciones de la
recién creada Comisión de la Verdad. Con
él se va el principal y uno de los pocos sobrevivientes de la infame represión
de los 70’. Finalmente, el objetivo de
las comisiones de la verdad es la reconciliación y no la venganza.
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CHUAN